Cinco y media de una tarde de otoño. Día despejado y buena temperatura. En la plaza de Algorta hay cientos de personas. Hay bares, comercios, farmacias, una salida de metro, etc... Todo el mundo va tranquilamente de un lado para otro haciendo recados; muchos toman algo en las terrazas; hay adolescentes que vienen de clase y multitud de niños que juegan en los columpios. Es un "pueblo" tranquilo, en paz. O lo parece.
No llegan a doce. Vestidos con chándal o pantalones de monte. Zapatillas de deporte y botas de trekking. Sudaderas con capucha y caras tapadas. Empiezan llenando las cristaleras de la boca del metro con sprais. Rojos y negros. Repiten las mismas pintadas, sobre todo una: "GORA ETA". Algunos de ellos, a unos metros, vigilan que no se acerque la policía. Estos ni siquiera se tapan la cara. Uno de ellos es conocido en la zona. Parece que la da igual que le reconozcan.
Pintan rápido y se desplazan. Se dividen en dos grupos. Van pintando todas las fachadas con espacio suficiente, las cristaleras de los escaparates, contenedores, todo lo que puede servir de superficie suficientemente amplia para sus "autógrafos". Mientras, la gente se les queda mirando, petrificada. Y lo niños. Y los jóvenes. Una niña de 6 o 7 años se acerca a una pintada y la toca. Se le queda el dedo rojo, la pintura aún está fresca. El dueño o empleado de un comercio sale corriendo tras ellos. Ya se van, tienen un itinerario marcado y hay que completarlo rápido, antes de que aparezca la policía.